viernes, 17 de octubre de 2008

YO TENÍA... UN PEDACITO DE MAR (Poldy BIRD)


Hay paisajes fugaces de los que uno se despide para siempre: el Rhin, la Selva Negra con sus árboles de más de cien metros de altura, Baden Baden mágica, el monaste­rio junto al Río de Piedra, la casa de 400 años donde vivía Michael en Oxford; San Remo y sus balcones adornados con flores del mismo color: kilómetros de ciclamen, el patchwork de viñedos al sur de Francia, una ciudad de quince cuadras en el país más pequeñito, Andorra.
Serán, a veces, un recuerdo.
Pero puedo morirme sin volver a verlos.
En cambio esto de hoy es implacable.
Estoy aquí, tomando un café en la confi­tería del aeropuerto hasta que se haga la hora.
Estoy aquí con el corazón dobladito como un pañuelo para guardarlo en el bolsi­llo hondo de la tristeza.
Es confuso el cielo del atardecer, el ruido de los aviones que parten y que llegan, la voz prolija e impersonal de los parlantes que repiten en castellano y en inglés indicaciones y horarios.
Fueron veinte minutos en un Banco; una firmita aquí, otra firmita allá, y chau mar.
No te quiero decir chau mar, adiós, good bye, adieu, addío...
Mi mar, visto durante quince años desde el mismo ángulo, sabiendo su sol bueno o malo, su cielo de cada noche desde diciembre hasta abril, dónde la Cruz del Sur, a qué hora Orión, en qué momento el vien­to; sus cambiantes olores: a yodo, a peces, a sal.
La luna enredada en el oleaje, luna arri­ba, luna abajo, ¿a cuál de las dos le pido que me seque las lágrimas?
Yo tenía un pedacito de mar,
Un pedazo chiquito chiquito:
Toda el agua cabía en un dedal
Y la arena... en un baldecito.
Azul, gris, verde, plateado, una medusa es una odalisca que danza con setecientos velos transparentes.
Los meteoritos se arrojan al mar en para­caídas color perla, cuando la gente los en­cuentra grita: “¡una aguaviva!” “¡Cuidado, una aguaviva!”.
Lo demás, eran sólo “cosas” que me lle­vaban al mar: Sillas, lámparas, un balcón, cor­tinas estampadas con ramilletes de violetas, que jamás vi en ningún otro lado.
Dos azahareros florecidos en dos macetas de la terraza.
Florecidos totalmente, como diciéndome: ¿Vas a marcharte, de verdad?
Fue así: tomé mi vida, le partí un pedazo, lo dejé en aquel mar.
Lo que quedó allá ya no lo tengo en mí.
Tengo un agujero de ozono en la memo­ria, y hasta me arden, me queman, me lasti­man los recuerdos de ese tiempo que no puede ya más abrazarme, darme descanso y un espacio infinito donde yo tomaba apun­tes, escribía frases para mis cuentos de todo el año...
Allá llegaban los ángeles y los mensajes sin que los detuvieran las barricadas del miedo y la violencia. Yo recibía, como una médium concentrada, todas las voces del universo.
Mi alma no se perdía cuando salía a recorrer los caminos del aire de las golon­drinas...
Acá, ciudad-encierro, me he convertido en pena de clausura.
No sé ni me interesa en qué estación vivi­mos.
El verano pasado fue de persianas bajas.
El próximo verano no llegará, no se irá.
Ya no será verano ni le diré verano: será lo que no tengo, mi rama mutilada, mis ganas de llorar, mi silencio.
Mi desconsuelo.
En el agua repetida, en el agua que jamás se renueva y no envejece (siempre es la mis­ma agua que se evapora y llueve, que llue­ve y se evapora, que pasa por todos los esta­dos de la física, por los seres vivos y muertos, por los cuatro puntos cardinales) en esa misma agua, puse mis pensamientos de todo lo que mi alma ha recogido, y en estas lágri­mas de ahora, quien sabe qué tesoros de quién devuelvo al mundo.
¿Cuándo llegará a mí mi paisaje perdido en una gota de tu agua, mar mío?
Yo tenía un pedacito de mar,
pero ya no lo puedo encontrar...